En el camino de cuidar a los hijos, queremos lo mejor para ellos y que tengan todo lo que nosotros no tuvimos. Sin darnos cuenta, ponemos de por medio, no solo sus sueños, sino también los nuestros; los que no logramos, los que se nos quedaron entre el tintero y los que pensamos que nos hubieran dado más éxito.
Frente a esto, tenemos dos posibilidades: enseñarles el camino del mejoramiento continuo que les permite experimentar la felicidad y la satisfacción en cada momento, o el camino de la perfección, entendida en términos de todo o nada, que los llena de frustraciones y baja su autoestima a lo largo de la vida. La diferencia está en cómo les enseñamos a ver la realidad y en si aceptamos nuestra naturaleza como seres humanos o no.
La instalación de la perfección empieza por decirles que son los mejores y que están hechos para lo más grande, por eso están en el mejor colegio, para que logren entrar en la mejor universidad y por supuesto les pedimos las mejores notas. También los inscribimos en clases extracurriculares por las tardes o en vacaciones, porque desde nuestra perspectiva de competitividad, siempre necesitarán aprender algo más, y además, con ánimo decimos, mi hijo es el más inteligente, es el mejor de la clase, es el preferido del profesor. Lo hacemos porque eso nos hace sentir orgullosos y está bien.
Sin embargo, en la interpretación del niño, ser el “mejor” se convierte en la oportunidad de tener la atención de sus papás y además asegurarse que ellos estén orgullosos de él. En realidad, el niño no quiere ser el mejor, solo quiere ser amado y aceptado por sus papás y hace lo que, entiende, debe hacer para lograrlo. En este caso, exigirse todo lo que pueda de sí, para lograr su recompensa emocional.
Si a esta necesidad de aprobación en casa, le sumamos un espacio social donde aprendemos a que necesitamos destacarnos de alguna manera y estar en el eslabón más alto de cualquier campo, la ecuación que se instala en la mente del niño es la de la necesaria perfección.
El estándar establecido por el padre más el deseo del hijo de ser aceptado equivale, en la práctica, a sobresalir en los estándares sociales o por lo menos cumplir los establecidos. La consigna, sin lugar a dudas, es tener que ser el mejor.
Sé que para muchos padres esta es la ecuación ideal, pues el éxito pide altas dosis de exigencia. Sin embargo, es importante entender que este camino está lleno de inseguridades, de falta de disfrute, de estrés, de miedo a cometer errores y además de vivir permanentemente con el miedo al fracaso.
La perfección o el cumplimiento de altos estándares son una situación de todo o nada; es un camino a la insatisfacción y a sentir que nunca somos suficientemente buenos. Según Tal Ben-Shahar PH.D en psicología de la U. de Harvard la perfección puede guiarnos a “baja autoestima, trastornos de la alimentación, depresión, ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo, trastornos psicosomáticos entre otros y a una tendencia paralizante que guía hacia la procastinación”. Es decir, a la parálisis del miedo.
Pero el componente más complicado de todo esto, es que el niño trata de cumplir estándares que no son lo suyos y decide no perder tiempo explorando, creando, analizando y atreviéndose a nuevas cosas. Este tipo de experiencias no funcionan para niños presionados a ser siempre los mejores, pues estos, no son caminos lineales de crecimiento; son caminos llenos de errores e intentos, y aunque esto es lo finalmente hace parte del verdadero aprendizaje, el niño lejos de ver la oportunidad de aprender, sólo ve la paralizante posibilidad de fracasar, y por consiguiente y acorde a su interpretación, a no generar el orgullo de sus papás y por lo tanto no ser amado.
La perfección se le convierte entonces, en un enemigo que le roba la posibilidad de estar en paz con su propia naturaleza que es la de poseer unos talentos propios (únicos) que pueden ir mejorando con exploración, la práctica y el aprendizaje y como consecuencia los cambia por conseguir ese estándar establecido, lleno de miedo a fallar. El niño deja de lado la creatividad y la exploración que son caminos, hoy comprobados, como ideales para el desarrollo personal y el aprendizaje.
Al hacer el análisis de personas comprometidas con el mejoramiento y la excelencia, que de hecho son más exitosas que las perfeccionistas, se ha determinado que son más eficientes pues van con el flujo de la vida y errar es, para ellos, una oportunidad de crecimiento, así que su hacer no está paralizado por el miedo a fallar. Para aquel que vive en al camino del mejoramiento, el fracaso no existe, por eso siempre intenta de nuevo, pero para el perfeccionista el fracaso es el 50% de la posibilidad y esa idea lo congela y lo lleva a no actuar para no llegar a ser juzgado por su resultado.
Cómo lograr entonces que el niño pueda ver la realidad de la vida con la ambición del mejoramiento y no con el miedo paralizante de fallar:
Y finalmente hágase esta pregunta crucial todos los días: ¿Para mi hijo quiero la vida de la carrera del éxito, sin tregua y llena de insatisfacción, o la satisfacción diaria porque sea cada vez mejor haciendo lo que ama?
Por:
Especial para Los Mejores Colegios